8 de enero de 2013



Como suele ser de pura lógica, después de una ida viene la vuelta. Y así era en mi familia todos los meses de diciembre tras pasar unos días con los abuelos, los padres de mi madre. Unos días intensos en los que mis hermanos y yo no nos dábamos cuenta de nada, porque en un lugar soleado como la playa de Santa Mónica, donde tenían una casita los abuelos, poco ambiente navideño había, salvo por el hecho de que no teníamos colegio, porque había regalos y, sobre todo, por el silencio entre papá y mamá durante el viaje de regreso. Luego, con el paso de los años fui descifrando todo aquello. El abuelo, que llegó a ser gerente de una empresa de automóviles, nunca vio con buenos ojos a papá, que era un modesto empleado del departamento de recursos humanos de unos grandes almacenes, y por tanto, menos de lo que se merecía su hija. Pero mamá siempre estuvo muy enamorada y papá nunca ponía objeciones para ir a casa de los suegros por Navidad, aunque siempre acabase saliendo el fantasma de sus parcos ingresos. De ahí que papá siempre ideaba tretas para intentar terminar de una vez por todas con la mala opinión del abuelo, como ese año en el que adquirió un descapotable sin pensar que aquel, como era de suponer, adivinaría que era un vehículo de segunda mano.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Dick Dale - Let's go tripping (http://www.youtube.com/watch?v=W1gskj1VQR0)