Serie de relatos publicada en La charca Literaria
COSAS DE NIÑOS
No recuerdo con exactitud qué sucedió aquel día en que, sin pretenderlo y mucho menos imaginarlo, algo tan normal como mandar a tus hijos al colegio comenzó a irse de mis manos durante el transcurso de las siguientes semanas. Tampoco recuerdo los detalles, porque ocurrió hace mucho tiempo. Solo sé que aquella idea, que incluso hoy me atrevo de calificar de nadería, desembocó en una espiral de acontecimientos que me llevaron a situaciones inauditas. Yo era un simple contable con un puesto fijo en una empresa de lavadoras que cumplía con los objetivos mensuales que nos marcaba el departamento de ventas. De hecho, gané el premio del empleado del año en varias ocasiones, motivo de alegría familiar porque significaba un pequeño aumento de sueldo, más allá de la placa conmemorativa que solían entregar, y que, en el fondo, tampoco servía para mucho, salvo para presumir con las escasas visitas que venían a cenar y que tampoco le daban mucha importancia; pero para mi mujer y para mí era motivo de alegría ya que, unido a los ingresos que deparaba su peluquería, nos permitió sacar adelante a nuestros cinco rebeldes vástagos.
Si bien durante aquellos años logramos, no sin dificultades, mantener a flote la economía doméstica, por otro lado, sufrimos en nuestras carnes los caprichos de la infancia que acabaron cambiando el curso de nuestras vidas. Y es que nuestros retoños, a pesar de que cada uno tenía su propia personalidad, tuvieron en común su escasa predisposición para subir al autobús escolar. Sus lloros y rabietas nos provocaron grandes quebraderos de cabeza por lo que mi mujer y yo comenzamos a diseñar diferentes tácticas para que los niños no opusieran resistencia. Hasta que, en medio de la desesperación y después de numerosas estrategias de toda índole, se me ocurrió esa idea que me generó desde el primer momento las miradas recelosas de todo el barrio, a causa de mi extraño atuendo, mientras esperábamos la llegada del autobús y que hizo que me ganase fama de lunático. Pero me dio igual, conseguí que mis vástagos fuesen al colegio sin protestar. Más tarde supe que la razón de su buen comportamiento fue que se dedicaron a presumir ante sus compañeros sobre quién era su padre; aunque alguno, poco tiempo después, comenzó a tener ciertas sospechas porque, en los cómics, el superhéroe no tenía hijos.
Carlos Tejeda
Si hubo algo que caracterizó a mi familia fueron sus constantes conflictos. No había reunión en la que no hubiera un exabrupto, un roce, una mala cara o una contestación virulenta que en la mayoría de las ocasiones solían traspasar los límites de lo verbal. Y aún así, a pesar de la discordia, quizá por la cosa de los lazos familiares, por la fuerza de la costumbre o por ambas cosas, seguían organizando sus encuentros en fechas señaladas.
Quizá pecamos de ingenuos, pero tampoco podía ser de otra manera. El más mayor tenía nueve años, pero nuestra fantasía y las ganas de cambiar las cosas nos empujaron a hacer lo que creímos que era un acto supremo que cambiaría el destino de la pequeña comunidad rural donde vivíamos.
Cuando František Navrátil lo cogió en sus manos y comprobó que el recién nacido era varón, dio un profundo suspiro de alivio. Después de tantos intentos y cuatro hijas, tenía por fin un heredero. Porque Ambrož , que así le llamaron, estaba destinado a convertirse en el sucesor al mando de la fábrica de toneles que había fundado el bisabuelo Jaroslav y que, dos generaciones después, él, František, había convertido en la primera manufactura del sector a nivel nacional.
He vivido escondido desde que aquello apareció en mí al poco de nacer. Fui un ser marcado, alguien que siempre ha tratado de ocultarse ante los ojos de los demás, porque hubo algunos que pronto supieron de mi rareza. Los vecinos, gentes nocivas, quienes desde un primer instante lanzaron su veneno contra mí, contra mis padres, que tuvieron que soportar un continuo escarnio por haber engendrado, según aquellos, una criatura demoníaca. Supe entonces que lo diferente genera temor. También para quien lo sufre.
Hubo ocasiones en que llevamos las cosas a tal extremo que, quizá por nuestra ingenuidad, por nuestro ímpetu o por la efervescencia de la juventud, las convertimos en una cuestión de vida o muerte sin imaginar que, muchos años después las recordaríamos, o al menos yo, ahora mismo, hasta donde me alcanza la memoria, como simples nimiedades sin importancia. Aunque de aquellos rostros me quedan tan solo retazos imprecisos, porque nunca he vuelto a saber de sus vidas desde el día en que, tras finalizar mis estudios en el instituto, hice la maleta y me marché.
Carlos Tejeda
(publicado el 22 de febrero de 2024)
PARA QUE NO SE OLVIDEN
Quizá la cosa ha comenzado cuando usted, movido por la curiosidad que le ha generado mi fotografía, o el título del texto, o porque es un lector habitual de La charca literaria y le llegó el aviso de un nuevo contenido con mi imagen, o simplemente porque sí, ha pulsado el botón izquierdo del ratón para saber más. Aunque también soy consciente de que habrá otros a quienes no les habrá llamado la atención. Da igual, lo que importa es que usted, precisamente usted, no ha podido evitar satisfacer su curiosidad y ha sentido la necesidad de abrir la página.
Y, una vez que estoy ante sus ojos, comenzará a fijarse con más detenimiento en mi figura. Sé que le sorprenden mis rasgos. Siente incluso inquietud. Hasta extrañeza. Por eso ahora escudriña mi mirada, detenidamente, para saber más. Y siento decepcionarle, porque no verá nada. Me he anticipado y he bajado levemente la cabeza para que mis cejas produzcan la sombra suficiente para que no se pierda en nimiedades como mis ojos. Pero también sé que habrá quienes se reirán de mi aspecto y buscarán el chascarrillo ingenioso para hacerse los graciosos ante sus amigos. Tampoco me importa. Allá ustedes.
Pero para esos que, por el contrario, les está provocando cierto nerviosismo su ansia por satisfacer su curiosidad en este mismo instante en que están leyendo estas palabras, tan solo quiero tranquilizarles. No les voy a hipnotizar. Algo, además, tarea imposible a través de una fotografía.
¡Vale! me sincero, y les digo la verdad. Estoy siempre con ustedes, aunque muchos me eluden o, simplemente, no son conscientes de mi presencia, o se hacen los despistados. Pero les invito a que se dejen llevar por mí, que confíen en mí, que me tienen muy abandonada. De ahí mis vestimentas. Y les doy una pista más: soy su imaginación…
Carlos Tejeda
(publicado el 13 de noviembre de 2023)
EL SOÑADOR
Mi abuelo desarrolló una imaginación desbordante a causa de su trabajo como guardagujas en un villorrio perdido en medio de la nada. Como no podía abandonar su puesto se dedicaba a dar rienda suelta a su fantasía durante las interminables horas que transcurrían entre el paso de un convoy y el siguiente. Mi padre me hacía notar mi ingenuidad al quedarme embobado cada vez que oía todas esas historias. Historias que si bien tenían su gracia, tampoco significaba que fuesen verdad, decía, sobre todo cuando las contaba alguien que, aunque fuese el abuelo, nunca demostró mucha iniciativa, alguien que ni siquiera ocultó el aburrimiento que le producían sus solitarias jornadas sentado en su caseta situada a pie de vía. Y concluía que era simplemente un bromista al que gustaba burlarse de la inocencia de los habitantes del lugar quienes, boquiabiertos, escuchaban sus invenciones.
Sea como fuere, haciendo caso omiso de todos esos prejuicios, la atracción por saber más sobre su figura me llevó a indagar en su pretérito, quizá también en mi creencia de que en su vida pudo haber algo más, de que el abuelo era un ser especial que sufrió la incomprensión de su propia familia.
Era consciente de que los hechos pudieran estar distorsionados por la fabulación de unos y otros a la hora de relatarlos, y aún así me entregué de lleno a mis pesquisas. Pero poco tiempo después mi entusiasmo se fue dando de bruces con la realidad. No había nada, ni documentos, ni escritos. Ni siquiera cartas, porque el abuelo nunca viajó. Todo lo que había recabado era información etérea, la procedente por vía oral.
Hasta que de manera inesperada hallé una fotografía que parecía probar que los relatos eran ciertos. Como quien ha encontrado un tesoro corrí, exaltado, a mostrársela a mi padre quien, tras mirarla durante breves instantes, dijo desconocer la identidad de esa joven que flotaba en el aire. Le recordé entonces aquella historia de la hija del médico que levitaba de amor cada vez que el abuelo iba a cortejarla. Pero una vez más volvió a recordarme mi ingenuidad, porque lo que mostraba esa instantánea era una joven que saltaba a la comba.
Quizá por la intensidad con la que viví aquel proceso detectivesco en mi creencia de que iba descubrir algo asombroso en mi pasado familiar, me resistí a aceptar la evidencia, a admitir que mi padre tenía razón, que el abuelo fue en realidad un hombre normal.
Y aún así, decidí creerme todas sus invenciones. Al fin y al cabo en aquel momento tenía doce años de edad.
Carlos Tejeda
(publicado el 13 de noviembre de 2023)
(publicado el 13 de noviembre de 2023)
NOCHE DE PAZ
Si hubo algo que caracterizó a mi familia fueron sus constantes conflictos. No había reunión en la que no hubiera un exabrupto, un roce, una mala cara o una contestación virulenta que en la mayoría de las ocasiones solían traspasar los límites de lo verbal. Y aún así, a pesar de la discordia, quizá por la cosa de los lazos familiares, por la fuerza de la costumbre o por ambas cosas, seguían organizando sus encuentros en fechas señaladas.
Con el paso de los años me di cuenta que en el fondo eran unos infelices, aunque fuesen unos verdaderos maestros en el juego del fingimiento.
Mi padre siempre fue incapaz de disimular su insatisfacción, incluso ya jubilado, porque nunca consiguió el ansiado ascenso en los grandes almacenes donde trabajó toda su vida. Sin embargo, mi madre poseía un fuerte temperamento, teniendo, tanto a sus alumnos de primaria como a nosotros, sus hijos, bien enderezados. Su desgracia, pero también su fortuna, fue mi padre ya que, si bien fue un hombre anodino y maniático de los horarios, por otro lo compensaba con su bonhomía y su afición por el bricolaje. Eran los que más se acercaban a la normalidad.
Y después, estaban los demás.
Los hermanos de mi madre. El tío Earl, el pequeño y único varón, un tarambana bien parecido con aires de seductor del que siempre se desconoció su oficio, si es que lo tenía, así como los lugares que frecuentaba, pero que hacía gala de un gran desparpajo mientras se dedicaba a vaciar el mueble bar durante sus visitas a casa. Mi padre nunca lo soportó. La oronda tía Abigail, la mayor, chismosa, entrometida, y comilona, muy comilona, con la eterna excusa de tener que probar nuevos sabores ya que era cocinera en una casa de comidas. Y su marido, el rollizo tío Horace, corto de estatura, calvo, gruñón, quisquilloso, de los que aprovechaba la oportunidad cuando le daban la palabra para pavonearse de sus hazañas viajeras cuando en realidad recorría los centros comerciales de la ciudades de provincias ya que era representante de una marca de lavadoras. Y la tía Jenny, un ser lánguido, tortuoso, depresivo, taciturno, siempre vestida de negro, obsesionada con el esoterismo y asidua a sesiones psiquiátricas.
Y los de mi padre. El mayor, el tío Frederick, obeso, mofletudo, con un tupido bigote, un tipo hosco y despótico que a pesar de sus ínfulas bélicas solo alcanzó el rango de sargento. Y su mujer, la tía Cordelia, algo achaparrada, brusca, enredadora, y madre de cuatro hijos, dos bobos de remate, un lunático y una niña retorcida y mal encarada. La petulante y astuta tía Isadora, escuálida, alta, arrogante, casada con un engreído veinte años mayor que ella, el tío Archibald, un majadero que presumía ser descendiente de una familia aristocrática prusiana. La voluble tía Georgina, bobalicona, ingenua, divorciada de un cínico caradura dedicado a las apuestas ilegales y madre de dos mentecatos con vocación de delincuentes. Y el tío Eugene, el más divertido, a pesar de que los demás no aguantaban sus excentricidades porque en sus tiempos de gloria fue clown en un circo ambulante.
Mi familia, esa ruidosa y malhumorada marabunta, parecía encontrar un extraño equilibrio tan solo una vez al año, durante la noche de Halloween. Quizá por el efecto de la luz de las velas que les proporcionaba ese ambiente sombrío tan idóneo para sus temperamentos, por los disfraces que les convertían en seres anónimos ante ellos mismos, por las lúgubres máscaras que, aunque guardaban parecidos con sus rostros reales, tenían al menos sonrisas dibujadas.
Y así, aquella fantasmal pantomima permitía al menos por una noche que los elevados tonos de voz, los resoplidos o los gritos se aglutinasen en una rara sintonía acorde con el terrorífico espíritu de dicha celebración.
Carlos Tejeda
(publicado el 31 de octubre de 2023)
(publicado el 31 de octubre de 2023)
EL ACTO SUPREMO
Quizá pecamos de ingenuos, pero tampoco podía ser de otra manera. El más mayor tenía nueve años, pero nuestra fantasía y las ganas de cambiar las cosas nos empujaron a hacer lo que creímos que era un acto supremo que cambiaría el destino de la pequeña comunidad rural donde vivíamos.
Todo comenzó en la clase de historia del profesor Hopkins, un hombre escuálido de mediana edad cuyo entusiasmo le hacía emplear el arte de la mímica para enfatizar su narración. Una narración que aderezaba con pequeños discursos sobre ética y moral, afirmando que cualquiera de nosotros, por muy pequeña que fuese nuestra aportación, podía transformar la sociedad. Y ponía el ejemplo de que la mayoría de los prohombres eran ciudadanos corrientes, que muchos descubrimientos, ideas o revoluciones que significaron un paso de gran trascendencia para la humanidad, surgieron en la cotidianidad.
Trascendencia. Esa fue la palabra que nos impulsó a mis amigos y a mí a tomar la determinación de hacer algo importante, aunque nuestro campo de acción se redujese a los límites de nuestra localidad. Durante un tiempo, después del colegio, nos entregamos a idear un minucioso plan de operaciones, a fijar nuestros objetivos, a preparar nuestro equipamiento, nuestros trajes. Pero en secreto, porque actuaríamos de manera anónima. Y así fue como, decididos a combatir el mal, a ayudar al necesitado, a proteger al indefenso, a crear un mundo justo, nos convertimos en superhéroes.
Carlos Tejeda
(publicado el 16 de octubre de 2023)
ENAMORARSE
Cuando František Navrátil lo cogió en sus manos y comprobó que el recién nacido era varón, dio un profundo suspiro de alivio. Después de tantos intentos y cuatro hijas, tenía por fin un heredero. Porque Ambrož , que así le llamaron, estaba destinado a convertirse en el sucesor al mando de la fábrica de toneles que había fundado el bisabuelo Jaroslav y que, dos generaciones después, él, František, había convertido en la primera manufactura del sector a nivel nacional.
Y con la categoría que fue adquiriendo la fábrica de toneles llegó el ascenso social. František, el bisnieto, nieto e hijo de toneleros, comenzó a codearse con las altas esferas de Praga. Mientras, la vida en la casa de los Navrátil discurría de manera apacible, con los juegos del pequeño Ambrož convertido en el centro de atención de sus hermanas, quienes además le hacían partícipe de sus juegos.
Pero tanta consideración hacia el pequeño de la familia fue transformando su carácter de modo que, llegado a la edad de la adolescencia, comenzó a experimentar sensaciones entrecruzadas que empezaron a preocupar a sus progenitores, ya que su padre temió que las particularidades de su hijo pudiesen generar habladurías que perjudicaran su prestigio social.
Y un día Ambrož conoció a Slavěna, la hija pequeña de un conocido viticultor de Moravia y la única niña entre cinco hermanos. Una aureola de misterio gravita sobre su biografía, debido en parte a la discreción de la que hicieron gala, conociéndose apenas detalle alguno sobre su apasionada historia de amor, salvo que supuso un alivio para František, quien, a pesar de sus reticencias iniciales, acabó comprendiendo que Slavěna era la única persona que podía encajar con su hijo, como el viticultor de Moravia, que también tuvo sus dudas, pensó que Ambrož era el chico idóneo para su hija.
Carlos Tejeda
(publicado el 3 de octubre de 2023)
(publicado el 3 de octubre de 2023)
LA OTRA MIRADA
He vivido escondido desde que aquello apareció en mí al poco de nacer. Fui un ser marcado, alguien que siempre ha tratado de ocultarse ante los ojos de los demás, porque hubo algunos que pronto supieron de mi rareza. Los vecinos, gentes nocivas, quienes desde un primer instante lanzaron su veneno contra mí, contra mis padres, que tuvieron que soportar un continuo escarnio por haber engendrado, según aquellos, una criatura demoníaca. Supe entonces que lo diferente genera temor. También para quien lo sufre.
Mi estigma hizo que desde muy temprano me convirtiese en un ser introvertido, huidizo. Siempre con un sombrero sobre mi cabeza, embutido en un oscuro abrigo cada vez que salía a la calle, con el cuello volteado, tapándome la nuca, por miedo a que se descubriese mi terrible secreto, la marca que jamás se fue, la marca que aún me acompaña.
No sé cuantas veces cambiamos de domicilio, de ciudad. Mis padres sufriendo en silencio. Y yo huyendo de las miradas. Aquello dejó una honda huella en mí.
Eludo citar nombres de los lugares, porque no deseo que me encuentren. También los de las personas, para preservar mi lado amable en aquellas pocas que me conocieron sin saber del aterrador estigma que alberga mi ser.
Ahora soy un hombre viejo. Y esa forma sigue en mi. En silencio. Sin producirme dolor físico. Sé que está ahí, que sigue ahí. Hasta que muera. Pero trato de ignorarla evitando los espejos.
Carlos Tejeda
(publicado el 12 de septiembre de 2023)
EL EDÉN
Hubo ocasiones en que llevamos las cosas a tal extremo que, quizá por nuestra ingenuidad, por nuestro ímpetu o por la efervescencia de la juventud, las convertimos en una cuestión de vida o muerte sin imaginar que, muchos años después las recordaríamos, o al menos yo, ahora mismo, hasta donde me alcanza la memoria, como simples nimiedades sin importancia. Aunque de aquellos rostros me quedan tan solo retazos imprecisos, porque nunca he vuelto a saber de sus vidas desde el día en que, tras finalizar mis estudios en el instituto, hice la maleta y me marché.
Pero si recuerdo que teníamos una situación familiar muy parecida que, en mi caso, no era demasiado férrea porque mi padre, que era quien tenía la última palabra en casa, no la ejercía por la sencilla razón de que el trabajo en la fábrica y la taberna le tenían ocupado casi todo el día. Al igual que los padres de mis amigas.
Además, la pequeña ciudad donde vivíamos tampoco nos ofrecía demasiados alicientes. Por lo que, unidas por las circunstancias, decidimos buscar un lugar para convertirlo en nuestro Edén particular, aunque fuese al aire libre y el clima no estuviese muchas veces a nuestro favor, sobre todo en invierno. Un lugar en el que estableceríamos nuestras propias reglas, un refugio donde evadirnos de la grisácea realidad que nos rodeaba, un baluarte para estar a salvo de las interferencias familiares, de los zánganos repeinados de tres al cuarto que revoloteaban a nuestro alrededor o de los adefesios que babeaban sobre sus monos grasientos cuando nos veían pasar. Un lugar en el que nos sentimos felices por un tiempo y en el que cuando surgían algunas diferencias, las resolvíamos a nuestra manera, con nuestro habitual ímpetu y en plena libertad.
Un Edén que creíamos eterno, aunque, hoy en día, se haya transformado para mí en una vaga imagen en mi memoria.
Carlos Tejeda
(publicado el 19 de junio de 2023)