3 de abril de 2017



Durante la que fue la misión más arriesgada que se me había encomendado tuve que hacer verdaderos esfuerzos para que no me traicionara mi propio asombro ante lo que veía, ya que era consciente de que un pequeño gesto, un simple ademán o un leve movimiento delatarían mi presencia, lo que podía causar un conflicto internacional. Pero había que actuar con urgencia pues, a tenor de las imágenes y las escasas noticias que llegaban de tanto en tanto del país vecino, se había generado una gran inquietud en nuestro gobierno, temiéndose que aquel pequeño estado se pudiera convertir en un peligro inminente para la estabilidad global. De ahí la extrema precisión de mis movimientos, con esa extenuante sensación de soportar el peso de la historia al pensar que en aquellos días el equilibrio mundial tan solo dependía de mí, de mi actuación, de mí riguroso dominio de las emociones y los sentidos para no sucumbir ante los cantos de sirena que se cruzaban a mi paso haciéndome creer a veces que vivía dentro de un espejismo. Pero ellos se mostraron así, perfectos, pulcros, distinguidos, elegantes, impecables, excelsos, sublimes. Tanto, que ni siquiera mi casco rojo llamó la atención, haciéndome sospechar por primera vez que algo raro sucedía por la simple razón, pensaba, de que las sociedades idílicas no existen. Pero al poco tiempo descubrí que aquello era un montaje. En realidad el decorado de un culebrón que se rodaba para la televisión nacional de aquel país. Un desliz que le costó el cargo al presidente, a mis superiores y a mí, viéndome obligado al final de mi larga carrera en los servicios de inteligencia a ejercer de figurante en dicha serie en la que, al parecer, causé una buena impresión al director. · Fondo Musical para acompañar la lectura: W. A. Mozart – Clarinet concerto in A major, KV 622: II. Adagio.