4 de noviembre de 2013



Los mejores momentos de nuestras vidas fueron aquellos sábados en los que nos escapábamos a la playa, a cualquiera, tras una semana de trabajo agotador. Además, al ser de los pocos lugares en los que nos sentíamos desapercibidos, sin que nadie nos conociese, nos otorgaba un aliciente si cabe aún más especial, pues podíamos explayarnos con tranquilidad, sin temor a que alguien nos importunase. Nos sentíamos libres. Mi hermano, con su eterna gorra sobre su cabeza, su mujer y el hijo de ambos, siempre con el ceño fruncido. Y la discreta hermana de aquella. Y mi chica, quien tenía debilidad por los trajes de flores. Adoraba tumbarme sobre su regazo, dejarme llevar por ese duermevela que me invadía, después de almorzar en la arena, haciéndome olvidar, por un momento, las dificultades y los nervios acumulados durante la semana. Sí, éramos una familia muy unida. Tan unida que nos compenetrábamos a la perfección ya que también trabajábamos juntos en el mismo negocio. Un negocio de esos que se dice familiar. Y viajábamos. Mucho. Así fue nuestra azarosa vida durante algo más de veinte años, como nómadas, pero con nuestros imprescindibles descansos en la playa. Hasta que en aquel aciago día se nos vino el cielo encima. Fueron tantos los lugares que visitamos, como demasiados los rostros que conocimos, que llegó un momento en que perdimos el control o, simplemente, que nos falló la memoria. Porque ese día no caímos en la cuenta de que aquel granjero de Kentucky, quien acudió a ayudarnos cuando se nos averió el automóvil, había sido, tiempo atrás, cliente nuestro. Han pasado algo más de treinta años desde que nos reinsertamos y aún sigo rememorando nuestro pasado. Un pasado de esplendor, porque nos convertimos en los mejores timadores del país, aunque en una época equivocada, ya que, cosas del azar, nos eclipsó la fama de Bonnie y Clyde.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Bill Monroe - Blue moon of Kentucky (https://www.youtube.com/watch?v=q3cglZ55Gck)