30 de octubre de 2013



Supongo que no viene a cuenta que les explique aquí que hacía yo asistiendo a las reuniones semanales de alcohólicos anónimos, por la sencilla razón de que tampoco creo que mi anodina vida les despierte demasiado interés, salvo que no sean uno de esos tipos raros que vienen de la universidad a investigar cosas tan aburridas como los efectos e incidencias del automatismo prolongado en el subconsciente humano. Lo recuerdo muy bien, porque conocí a uno de esos que vino a la fábrica y que, en mí caso, me dio el primer momento de alegría que varió mi rutina diaria por unos instantes en mis cuarenta años apretando motores en carrocerías de automóviles. Incluso me hizo hasta sentirme bien cuando me preguntó una serie de cosas, sólo tipo test me dijo, que luego servirían para no sé que libro que jamás vi. Pero ésta es otra historia. La de ahora es que un hombre como yo, tan poco sociable, sin ambición alguna y cuyo único interés eran los Detroit Tigers, tuvo una revelación en una de aquellas reuniones de alcohólicos anónimos, cuando se nos dijo que hiciésemos “un minucioso inventario moral de nosotros mismos”. Descubrí entonces que era una persona muy insegura y que el origen de ello, me dijeron, se debía, lo más probable, a un trauma infantil oculto en mi subconsciente. Proseguí mi tarea exploratoria, revisando mis recuerdos familiares y recabando datos durante las visitas a mis pocos parientes que quedaban vivos. Me sentí como un detective, sensación que me causó el segundo momento de alegría de mi vida, aunque, ésta vez, como jubilado. Fue la anciana tía Beth quien me dio una primera clave, la de aquel día en que me regalaron mi tan ansiado disfraz de mono, me dijo, con el consiguiente paseo por el parque y las caras de espanto que provoqué en todos los niños que fui abrazando a mi paso. Hasta aquí he llegado. De momento. Porque aún sigo inmerso en el minucioso inventario.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Philip Glass - Mad rush (https://www.youtube.com/watch?v=UtQpSGyPCBE)