5 de octubre de 2013



Desde que tuve uso de razón siempre quise ser explorador, algo a lo que mis progenitores no le dieron demasiada importancia porque eran simplemente cosas de niños, pero que comenzó a convertirse en una creciente preocupación para mi madre cuando alcancé la adolescencia, porque yo seguía empeñado en emular las peripecias del doctor Livingstone. Ella, que era muy protectora, se le hacía cada vez más difícil aceptar esas absurdas ideas mías a medida que me iba acercando a la mayoría de edad, porque sabía que el pájaro echaría a volar en cuanto viese la ocasión. Y ésta vino de repente, tiempo después, en forma de misiva. Confieso que no pude disimular mi satisfacción cuando vi que mi destino era Birmania. Un lugar exótico, pensé, para comenzar mi ansiada vida aventurera, aunque en aquellos momentos no era consciente de la gravedad de la situación. Hice la contienda en un comando de elite especializado en misiones de reconocimiento que tenía fama en el ejército por sus innovadoras tácticas de combate. Y aunque todavía recuerdo muchas cosas excitantes, como aquellas novedosas técnicas de camuflaje, lo cierto es que en mi vida posterior ya no habría más aventuras, salvo la de enfrentarme a un montón de papeles aburridos e ininteligibles en el que sería mi puesto de contable durante casi cuarenta años en una compañía eléctrica.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Tokens - The lion sleeps tonight (1961)