3 de octubre de 2013



Aquellos fueron unos tiempos felices en los que viví en esa suerte de espacio intangible donde se mezclaba la realidad y la ficción. Un día era un indio y mi poder de sugestión era tal, que ni el automóvil de mi padre me impedía pensar que estaba en el Monument Valley agazapado con mi hermana, sin hacer ruido, a la espera del paso del séptimo de caballería. Otro día el jardín se convertía en una frondosa selva plagada de animales salvajes y tribus caníbales, pero el garaje tampoco era un obstáculo que estropease la escenografía donde iba a transcurrir nuestra peligrosa expedición al corazón de África. Y después, tras la intensa aventura diaria venía el baño y la cena. Supongo que todos los niños fuimos iguales, aunque cada uno se imaginase las cosas a su manera. Luego muchos perdieron la magia, aunque no la capacidad para engañarses con nimiedades. Lo vi en mis amigos de aquel entonces, que ahora son tipos aburridos aunque tengan una televisión de plasma. Pero mi hermana y yo hemos seguido siendo fieles a nuestros principios, aunque permitiéndonos alguna licencia que otra, porque ahora los tocados de plumas, las lanzas o el salakov que utilizamos son de los de verdad.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Frankie Laine - Tell me a story (https://www.youtube.com/watch?v=d6BX8EK7b70)