12 de noviembre de 2013



Fuimos tres hermanas que nacimos en buena cuna ya que nuestros padres eran de esos matrimonios, atractivos ambos, cuya presencia se hacía imprescindible en cualquier acto social de alto nivel. Porque papá, además de ser un hombre muy brillante, era el propietario de la fábrica de conservas que daba de comer a una buena parte de las familias de la comarca. Y mamá, además de bella, era una afamada concertista de piano que estaba de giras parte del año, con papá acompañándola cuando podía. Es por ello que nos criamos con Dollie, una chica regordeta que nos cuidó durante nuestra niñez y adolescencia. Le gustaba mucho leer, aunque cosas que no tenían que ver con las chicas de su edad, porque su predilección eran las novelas de terror, en especial las de un tal Bram Stoker. Por eso, antes de dormir, nos contaba cuentos un poco siniestros. Sin embargo, nunca pasó nada fuera de lo habitual en nuestras acomodadas vidas. Y así ha sido hasta hoy, en los momentos en que escribo estas líneas. Salvo por un pequeño detalle que le sucedió en aquellos días a Abby, mi hermana mediana, quien, quizá demasiado influida por las historias de Dollie y al ser la más introvertida de las tres, empezó a creerse que era un vampiro. Algo que se convirtió en una obsesión cuando papá nos hizo aquella fotografía. Incluso me dio un mordisco. Pero todo eso pasó hace más de cien años. Aunque lo recuerdo como si hubiese sido ayer.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Moontrekkers - Night of the vampire (https://www.youtube.com/watch?v=Qi9waU7LlE8)