13 de noviembre de 2013



Nunca he entendido demasiado esa extraña atracción de mi familia por aparentar algo que en realidad no eran. Porque el tío Jérémie, aunque sintió desde muy joven la vocación religiosa convirtiéndose en pastor protestante, siempre dispensó una especial atención a los feligreses de alto nivel, quizá influido en parte por las pretensiones de la tía Adèle, su mujer, por codearse con el mundo burgués. Al igual que mi madre, quien se propuso ser como una de aquellas señoras de la nobleza que participaban en obras de beneficencia porque ello daba porte y distinción. O mi padre, que se obsesionó con el golf por la cosa de relacionarse con los capitostes y los aristócratas de la comarca, para hacer negocios y tocar el cielo, como solía decir. Incluso mis hermanas, que en la escuela se juntaban sólo con aquellas compañeras que fuesen de buena familia. Y luego estaba yo, la oveja negra, porque esas ínfulas familiares me daban igual y porque, desde niño, yo quería pertenecer a otro mundo, el del espectáculo, aunque mi escaso talento sólo me permitió ser un discreto imitador. Pero mi familia, a pesar de sus esfuerzos y sus fantasías, nunca logró formar parte de la alta sociedad de Forges-les-Eaux, la pequeña ciudad de provincias donde vivíamos. Y no porque de la noche a la mañana nos hubiésemos convertido en nuevos ricos, pues a mi padre, que era panadero, le había tocado la lotería, sino por los repetidos comentarios, sobre nuestra falta de glamour y nulo sentido del ridículo, que oíamos entre los murmullos que se generaban a nuestro paso y que los míos nunca lograron comprender.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Gus Viseur - Matelotte (https://www.youtube.com/watch?v=6DF0y5FBKvQ)