18 de noviembre de 2013



Aquel asunto siempre fue un misterio. Una situación inexplicable que, creímos, haría saltar en pedazos la armonía familiar de la que, hasta entonces, habían hecho gala nuestros padres. Como tampoco podíamos entender como habían llegado a esos extremos. Mi padre, que jamás levantaba la voz, ni siquiera en los momentos más estresantes en su trabajo en la sucursal bancaria, o mi madre, quien hablaba casi en susurros y de quién nunca salió queja alguna por su boca. Hasta para sus amigos formaban un matrimonio modélico. Todavía recuerdo la tensión que hubo, con mi hermana, que estudiaba en la universidad, sacando sus libros de psicología para tratar de hallar una solución que nos ayudase a templar los ánimos. Aunque poco podía hacer yo, porque aún estaba en el último año del instituto y no tenía la madurez suficiente para hacer entrar en razón a dos adultos enfrentados por cosas de mayores que aún no podía comprender. Y aún así, y a pesar de la tensión, lo sorprendente es que ninguno de los dos perdió los papeles ni levantó la voz, supongo que para evitar eso del que pensarán los vecinos. Tampoco hubo insultos y, ni mucho menos, palabras mal sonantes. Simplemente, mi madre dijo que se le había agotado la paciencia y que quería independizarse, comenzar una nueva vida en un lugar alejado. Vi por primera vez la impotencia, la debilidad reflejada en el rostro de mi padre. No sabía nadar. Pero después, mi madre cambió de opinión, al caer la noche, pues en Dinamarca a esas horas comienzan a bajar las temperaturas. Nunca nos contaron las razones de aquella trifulca, la única que presenciamos. Eran muy aburridos, pero sabíamos que, en el fondo, no podían estar el uno sin el otro.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Gerda & Ulrik Neumann - Tordenskjold (http://www.youtube.com/watch?v=Sex6-J_1f6w)