24 de febrero de 2014




Puede que les parezca algo sorprendente, pero les hablo desde el cielo, al que ascendí hace ya unas cuantas décadas. Pero no les voy a aburrir con mis peripecias vitales, que tampoco fueron demasiado excitantes, sino sobre mi hijo, a quien sigo observando desde la distancia. Ahora es un hombre anciano. La vida es así. Como también que uno pierde la noción del tiempo y no ve el paso de los días. Cosas de la eternidad, que me ha hecho ver las cosas con una cierta perspectiva. Así veo ahora a mi hijo. Desde que era un niño tuvo un don especial para la música. Yo no entendía mucho de todo eso porque mi oído estaba muy machacado a causa de los ruidos de la fábrica donde trabajé durante toda mi vida, y porque lo que me gustaba era la polka. Pero siempre supe que en él había algo especial. Quizá fuese intuición paterna. No puedo explicarlo, a pesar de que su música me resultaba muy extraña. Hablé muchas veces con él. Pero era muy cabezota. Nunca me hizo caso y siguió componiendo cosas cada vez más raras. Por eso me sigue sin extrañar que no consiga estrenar sus obras, ni haga conciertos, ni que tampoco grabe nada. Aún pienso que es una pena que desperdicie su talento de esa manera. Pero desde estas alturas no puedo hacer nada. Salvo escuchar su eterna excusa, de que el problema es que no hay nadie capaz de dominar lo suficiente la tuba como para interpretar sus solos.

· Fondo musical para acompañar a la lectura: Tuba and guitar duet (https://www.youtube.com/watch?v=iYzR0ZlotVQ)