5 de febrero de 2014




No siempre ganan los buenos como nos suelen tener acostumbrados las novelas. Me refiero a las policíacas. Porque yo fui detective. Recuerdo que mi vocación se despertó durante mis lecturas adolescentes en las que devoraba los libros de Dashiell Hammett, de James M. Cain o de W. R. Burnett. Me atraían aquellos ambientes subterráneos, oscuros, casi ocultos, unos mundos paralelos a la vida cotidiana en los que afloran lo peor del inconsciente humano digno de estudio para cualquier psiquiatra y en el que después transcurriría mi turbia existencia como investigador privado. Me vi envuelto en casos truculentos, como el de aquel agente de seguros que descuartizaba a sus víctimas tras liquidarlas, pero también había ajustes de cuentas entre bandas mafiosas, asesinatos de tercer grado, tráficos de estupefacientes, maníacos sexuales e incluso también complejos entramados de corrupción en el que estaban involucrados cargos políticos y judiciales. Me gané fama de ser un individuo antipático, arisco, molesto, y quien sabe cuantos adjetivos más. Era tan sólo una cuestión de supervivencia. Pero sin quererlo, me había convertido en un personaje de aquellas novelas que leía con tanta devoción, porque llegué a sentir esa extraña sensación de que, como ellos, era inmune ante el mal. Y ya ven, después de todo, de correr muchos riesgos y de estar a punto de morir en varias ocasiones, ahí me tienen, tendido en el suelo, muerto, con un disparo en la cabeza. Mi propio disparo, el último de mi vida, el más absurdo, sólo porque se me enganchó la pistola al sacarla de la americana.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Sidney Bechet - Blues my naughty sweetie gives to me (https://www.youtube.com/watch?v=L6MNx_WvY4E)