3 de febrero de 2014




En el colegio fui el hazmerreír de todo el mundo. Mi torpeza congénita y mi aspecto de empollón me convirtieron en el centro de todas las burlas a lo largo de mi vida escolar. Además, tuve la mala fortuna de coincidir con los tíos más zoquetes de la escuela entre los cuales, para colmo de males, estaba mi hermano, quien iba a mi misma clase, era repetidor, y al que siempre le gustaba ir con trajes negros por esa obsesiva afición suya por el cine negro. Recuerdo que sólo sabía poner poses de tipo duro, girando levemente la cabeza mientras entreabría ligeramente los ojos, como si con eso fuese a impresionar a las chicas y a ganarse el respeto de toda esa pandilla de idiotas. Pura fachada, porque en el fondo era un alma cándida incapaz de hacer daño a una mosca. Y luego estaba nuestra hermana mayor, la única que sabía imponerse porque, aunque no era demasiado guapa, su permanente ceño fruncido frenaba a cualquier imbécil que tratase de meterse con nosotros. Yo era él más débil de los tres y en el que recaían las chanzas de todo el mundo. Mis ojos no sólo eran como dos puñaladas en un tomate sino que, y ya si que era mala suerte, padecía una miopía exagerada, lo que me daba ese aspecto de tontaina. ¿Y que podía hacer yo? Callarme y tratar de evitar comentarios como el de aquel día, con mis hermanos, cuando les dije que siempre había creído que la torre Eiffel era de acero y no de piedra, a lo que ellos me contestaron que creía bien, pero que andaba un poco despistado porque estábamos en lo alto del faro de Trezien.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Mstinguett - La tour Eiffel esst toujours là (http://www.youtube.com/watch?v=tBI2PLlz2Ew)