8 de febrero de 2014




Mis amigos nunca me creyeron cuando les dije que tenía un tío marciano. Desde que se lo comenté un día con esa ingenuidad que me caracterizaba, me convertí en el centro de todas las chuflas del colegio, a pesar de mis denodados esfuerzos por intentar convencerles de que no era una invención mía. Sin embargo, mi inofensiva afirmación se me fue de las manos. Los murmullos de unos y otros transformaron la que para muchos era en un principio una graciosa ocurrencia en una gran bola de nieve que traspasó, incluso, los muros de la escuela. Sé que a mis padres, quienes sabían lo que era pasar por un trago amargo, les comenzaron a tildar en el vecindario de ser unos inconscientes por haber criado a un tarado. Sin embargo a mi me dieron igual todas esas habladurías, porque estaba empeñado en defender la verdad, tal como ellos me habían enseñado. Hasta que la cosa se desmadró, produciéndose una monumental pelea durante un recreo. Ello hizo que la profesora de matemáticas, que era nuestra tutora, tomase cartas en el asunto, llamando a mis progenitores para darles un toque de atención, pues pensaba que estaba recibiendo una educación equivocada. Ella era así, lo que se dice una mujer políticamente correcta, aunque bien es verdad que digo esto con la perspectiva que me han dado los años, porque todo aquello fue en realidad una nimiedad que mis compañeros convirtieron en algo desproporcionado. Cosas de críos. Y todo porque mi hermana mayor se enamoró de un oriental y yo, que era un niño que me dejaba influir demasiado por la televisión, creí ver en él, a pesar de que usaba gafas, al extraterrestre que cayó en 1947 en Roswell.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Johnatan King - Everyone's gone to the moon (https://www.youtube.com/watch?v=00XbDRuI78Y)