6 de febrero de 2014




El tío abuelo siempre tuvo alma de explorador. Eso al menos era lo que nos contaba la abuela, remarcando que todo comenzó desde el mismo momento en que aprendió a sostenerse con las dos piernas porque enseguida se escapaba para subirse a los árboles. Luego, a medida que fue haciéndose mayor, sus ansias por conocer lo que había más allá del muro que rodeaba el jardín hicieron que se fugarse en varias ocasiones. Algo que fue motivo de preocupación, pues la familia pensó que cuando empezase a ir solo al colegio había riesgo de que su obsesión por la aventura le condujese hacia otros lugares que no fuesen la escuela. Es por eso que, según cuenta la abuela, decidieron vigilarle de cerca, lo que les ocasionó el inconveniente de tener que planificar la vida doméstica porque unos y otros tuvieron que establecer turnos para acompañarle todos los días a clase. Y así fue hasta que terminó los estudios de bachillerato. Después, al parecer, como al tío abuelo tampoco parecían interesarle demasiado los libros su padre le puso a trabajar en el negocio familiar. Aunque ello, decía la abuela, no le quitó las esperanzas de que le llegase la oportunidad para descubrir nuevos horizontes. Hasta que todas esas ideas desaparecieron de un plumazo cuando la bella Adéle se cruzó con él en la playa, justo en el momento en que se disponía a partir en la barca que había adquirido unos días antes. Adéle le salvó la vida, sentenciaba la abuela con cierta gravedad, porque la ingenuidad del tío, debida a la excesiva protección familiar, le hubiese conducido al desastre. No sólo se le ocurrió ponerse su mejor traje para navegar, sino que no había pensado en que para viajes de esta envergadura se necesitan provisiones. Como también, y para colmo de males, que decía la abuela, tampoco cayó en la cuenta de que no sabía nadar.

· fondo musical para acompañar la lectura: Emmett Miller - Lovesick Blues (https://www.youtube.com/watch?v=lSfhsmBFz4A)