26 de febrero de 2014




Decía mi abuela que al tío Maximilian le atrajo la ciencia desde muy pequeño, que ya trasteaba con cualquier aparato que estuviese al alcance de sus manos cuando todavía no había aprendido a andar. Tampoco es que eso fuese algo raro, recalcaba, porque todos los niños rompen cosas. Pero que lo sorprendente era su manera de despedazarlos, porque observaba las piezas con detenimiento, como tratando de comprender su funcionamiento, antes de esparcirlas por el suelo. Yo siempre he pensado que la abuela tenía mucha imaginación, pero también comprendía que era su manera, aunque inconsciente, de proteger la dignidad del apellido y suavizar de paso la ira del abuelo, que era un hombre de fuerte carácter y educación prusiana. Por eso la abuela puso todas sus esperanzas en el tío Maximilian, que era el pequeño de siete hermanos, ya que los demás, incluido mi padre, demostraron ser unas verdaderas calamidades, queriendo ver en aquellos destrozos la prueba física de que el tío Maximilian poseía un don especial. Pero el tío tampoco fue una lumbrera y sus resultados escolares fueron tan grisáceos como los de sus hermanos. Aunque lo cierto es que fue el único de la familia que se dedicó a la ciencia. Se convirtió en inventor, llegando a registrar, según pude saber mucho tiempo después, algo más de dos centenares de patentes. Mi padre decía que el tío, aún siendo un hombre sin estudios universitarios, fue un visionario que se adelantó a su época, y que por ello mismo sufrió durante toda su vida la incomprensión y el menosprecio de la comunidad científica. Lo que le impidió obtener fama y dinero, a pesar de que un día creyó que tocaría el cielo con su innovador aparato para visualizar pensamientos en tres dimensiones.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Kapelle Hans Schindler / Ernst Harten - Ich setz' mich im leben immer daneben (https://www.youtube.com/watch?v=fXzgTuMpSTU)