3 de junio de 2013



De joven irradiaba desenvoltura y gracejo allá por donde fuese, algo que no pasaba desapercibido ante los demás, ya que me daba cuenta de lo que sucedía a mí alrededor. Era un hombre atrapado por el baile que iba a todas partes zapateando, porque si había una cosa que me apasionaba, eso era el claqué. Daba igual que estuviera en plena calle, dentro de un restaurante o en la casa de un amigo, en cuanto me ponía de pie, al instante, subía por mi interior una especie de fiebre que me impulsaba a bailar. Y si no había música, la creaba yo, silbando, y me dejaba llevar. No lo podía evitar. Mi cuerpo bailaba y bailaba sin parar. Si les digo la verdad, casi siempre lograba arrancar sonrisas y aplausos, pero también alguna que otra cara que me miraba con gesto de extrañeza. No me importaba. El baile era lo único que sentía, que me hacía vibrar y que sabía hacer bien. Además, y sin querer ser pretencioso, muchas chicas eran incapaces de apartar su mirada cuando me veían danzar. También las que tenían mi estatura. Yo era así. Sin más. Y ahora, a pesar de mi avanzada edad, aún continuo bailando, aunque mis pasos son pequeños y torpes. Es la fiebre, mi fiebre, que sigue ahí, cada vez que me pongo de pie.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Fred Astaire - Say it with firecrackers (https://www.youtube.com/watch?v=THfeLinSVA0)