28 de junio de 2013



Aquella época fue muy intensa en nuestras vidas. Eran otros tiempos, y bastantes difíciles para una juventud que quería cambiar las cosas. Aún recuerdo a mis padres escandalizados cuando se enteraron que yo, su hijo, había montado una banda. A ellos nunca les pareció mal que tocase un instrumento, incluso me apoyaron en mis estudios en el conservatorio, pero queme juntase con cinco cafres y montase tal estridente esperpento era, como poco, un atentado contra las buenas costumbres. Pero no lo pudimos evitar, queríamos cambiar el mundo. Un mundo pomposo y aburrido que se movía al son de Richard Wagner o de Giuseppe Verdi con los que era imposible organizar una fiesta. Demasiado aburridos y conservadores. Queríamos emociones y ese sacrilegio llamado jazz nos permitía libertad para hacerlo. De ahí nuestras pinturas de guerra y las actuaciones en tugurios de mala muerte. No revolucionamos la música, ni grabamos disco alguno, pero eso nunca nos preocupó. Sólo por el hecho de ver rabiar a los mayores nos merecía la pena. Décadas después, mi nieto me dijo que teníamos imitadores, algo que me sorprendió, porque no fuimos conocidos, aunque muy lejos de nuestro espíritu, porque aquellos, como pude comprobar, sí que hacían un ruido infernal. Y para colmo se hacían llamar Kiss.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Original Dixieland Jazz Band - Clarinet Marmalade blues (1918) (http://www.youtube.com/watch?v=qOz1_HBgrDA)