7 de mayo de 2013



No sé si hay una familia especial, supongo que para cada cual la suya lo es. Y, sin embargo, a mí, la mía siempre me pareció normal ya que, tanto el abuelo como papá, se encargaron de que así fuese, y además a rajatabla, porque, al igual que la abuela y mamá, tenían muy presente en sus vidas aquello del que dirán los demás. Todo porque el abuelo era una persona muy conocida en la alta sociedad de la pequeña ciudad de provincias donde vivíamos, como papá lo fue también cuando le sucedió en la sastrería. Por ello, a mis hermanas y a mí nos educaron para hacer las cosas bien, y eso, para ellos, era la formalidad, el acatamiento de las normas y el cumplimiento de los protocolos sociales. Claro que, yo tenía la desventaja sobre ellas de que estaba predestinado a proseguir el oficio familiar, cosa que no me hacía ninguna gracia. Recuerdo que papá y el abuelo sólo se permitían resquebrajar su seriedad en contadas ocasiones, esbozando una leve sonrisa, aunque contenida, cuando le entregaban al cliente su traje hecho a medida o al posar en las fotos de familia. Yo quería salir de ese ambiente asfixiante, largarme lejos de las tijeras, de los dedales y de aquella aburrida austeridad. Pero era un niño. Y quería ser mayor, cuanto antes, para poder marcharme de allí. Y pensaba, con la ingenuidad de aquella edad, que para serlo había que llevar sombrero. Por eso me obsesioné con el de mi padre, esperando que se diese cuenta de que le quedaba pequeño, para que me lo regalase y así poder irme.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Johnny Mercer - Any place I hang my hat is home (https://www.youtube.com/watch?v=Dro1WlHkCrk)