4 de marzo de 2013



Mi sorpresa fue mayúscula cuando, después de más de treinta años sin saber nada de él, me encontré, por cosas del azar, con mi amigo Louis Bardsley, quien, con la gomina había logrado domar ese flequillo rebelde que ondulaba sobre su frente cuando era niño. Enseguida me vinieron a la mente un sinfín de vivencias sobre mi infancia ya que estuvo muy ligada a él, a quien llamábamos “zapatones”, porque llevaba unas sempiternas botas con plantillas para corregir sus pies planos. Un arma poderosa que le ayudó a hacerse respetar por los demás ya que, bajo esa inocente apariencia, tenía un carácter difícil y la patada fácil, lo que le llevó a ser uno de los chicos más conflictivos del colegio. Y yo, como era su mejor amigo y me fascinaban sus ocurrencias, que rompían un poco la monótona vida escolar, acabé siendo partícipe de ellas. Lo que me ocasionó numerosos castigos en el colegio con las consiguientes reprimendas de mis padres, quienes, en un momento dado y por temor a que me descarriase con tales compañías, decidieron cambiarme de escuela. Tendría diez años, y desde aquel momento no volví a ver a Louis. Hasta ese día, en que apareció en mi lugar de trabajo. Nos reconocimos al instante y la alegría fue recíproca. Había engordado. Pero poco pudimos hablar. Cosas del protocolo. Él vació sus bolsillos, depositó sus objetos sobre el mostrador y se quitó la ropa. Y yo hice el recuento, lo introduje todo en una caja con su nombre, doblé con cuidado su traje, después su abrigo Chesterfield y le entregué el uniforme del centro, pero con la duda de si le volvería a ver, porque mi puesto me restringe a la recepción.

(foto: Vivian Maier)

· Fondo musical para acompañar la lectura: Rahsaan Roland Kirk - Domino (https://www.youtube.com/watch?v=NH7h28RmOqI)