11 de marzo de 2013



Ante la inmensidad de su factoría automovilística en Clermont–Ferrand, Bernard Lafitte encargó a sus consejeros que buscasen al inventor más ingenioso de toda Francia para que le proporcionase la solución idónea con la que pudiese inspeccionar en la menor brevedad de tiempo posible cada uno de los rincones de su enorme cadena de montaje. Tras meses de denodada búsqueda y hastiado como estaba el consejo por tan farragoso cometido, sería Jacques Gagnier, el miembro más joven del mismo, quien decidiría elegir por su cuenta y riesgo a un tal Ives Cousineau, un estrafalario escultor que trabajaba con todo tipo de cachivaches y al que había encontrado por casualidad a su paso por una pequeña localidad de la Charente–Maritime. Era una operación arriesgada pero un poco de creatividad, pensaba, no le vendría mal a la compañía, y de paso, resolvía el dichoso encargo de una vez por todas llevándose con ello su correspondiente comisión. Sin ser consciente de ello, Gagnier había establecido las primeras bases de la nueva filosofía empresarial que muy pronto se extendería a las esferas políticas. Porque Cousineau ideó lo primero que se le ocurrió, pero preocupándose más por la estética que por la funcionalidad, y Lafitte pareció estar muy satisfecho ya que todos los días patinaba con su sempiterno puro por las galerías de la factoría con la seguridad de tener todo bajo control y sin temor a hacerse rasguño alguno. Aunque para sus operarios supuso una nueva dificultad, ya que se hallaban en el delicado equilibrio entre mantener la concentración en su trabajo y el esfuerzo para no perder la seriedad cada vez que el patrón se deslizaba ante ellos. Dicen que su silueta se hizo después muy popular cuando Lafitte comenzó a usar gafas por cosas de la edad.

(foto: cortesía de Alfred Dopar) 

· Fondo musical para acompañar la lectura: Jazz Fred Mele - Si l`on voyaitce qu`ily a derriere (http://www.youtube.com/watch?v=7xmusbuhwnE&feature=player_embedded)