6 de marzo de 2013



Malcolm Richards era un personaje singular, o al menos eso era lo que pensaba por las historias que contaba. Yo sabía que era un hombre muy imaginativo, pero lo cierto es que poseía un don especial para la narración, además de las andanzas que relataba y que daban para escribir varios libros. Malcolm era nuestro viejo vecino que vivía en la casa de al lado y que había sido, según él, piloto de guerra en el frente del Pacífico. Y aunque me fascinaban sus hazañas, mi intuición me decía desde hacía tiempo que en realidad era una especie de inventor de recuerdos. Aún así, y a pesar de mis sospechas, me dejaba embaucar por sus palabras. Tampoco había maldad alguna en él, simplemente era un cuentista, en el buen sentido de la palabra, al que le gustaba crear ilusión, aunque su reducido auditorio fuésemos algunos de los chicos de aquel anodino barrio residencial donde vivía. Entre su infinidad de anécdotas, recuerdo una que me conmovió, no por los hechos en sí, que tampoco me parecieron algo fuera de lo común, sino por la manera en que me la relató. Quizá porque probablemente era la única cierta, y porque fue la última que compartió conmigo antes de morir. Ese día me confesó que nunca aprendió volar a causa del vértigo que padecía, como tampoco había estado en el frente, ya que fue destinado a una unidad de mantenimiento en una base aérea, en retaguardia. Y que la única aventura excitante que vivió fue el hecho de dedicarse a contemplar, a cierta distancia, a las intocables hijas del capitán Robbins. Aventura que llegó a su culmen, casi un año después, el día que se licenció. Cuando al arrancar el autobús que les llevaba de vuelta a casa, en un arrebato de valor, Malcolm alzó su mano para despedirse de ellas. Pero el azar quiso que no le viesen.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Nina Simone - Since I fell for you (http://www.youtube.com/watch?v=YGVoK1kTU0M)