30 de enero de 2014




Mi padre fue un tipo muy peculiar. Diría que incluso único. Aunque también, cierto es, que tampoco fue de esas personas que detuviese a la gente a su paso cuando iba camino al quiosco para comprar el periódico del domingo. Al fin y al cabo era un humilde vendedor de electrodomésticos que hacía lo mejor que podía su trabajo. Se contentaba con muy poco, como solía decir mi madre, pero ahí residía su grandeza, en que era un hombre que cualquier cosa pequeña que sucediese le hacía feliz. Así de simple. Daba igual que ese sábado perdiesen los Yankees ante los Detroit Tigers, o que al día siguiente lloviese, porque de ser así la barbacoa se haría en el garaje. Así era mi padre. Y mi madre, en cierta manera, era igual. Sabía que sus ingresos no le podían permitir los modelitos y las joyas que lucían sus amigas, las que eran más pudientes, pero también las más pretenciosas por sus ansias de presumir. A ella esas cosas le daban igual. Era feliz con lo que tenía, y con mi padre tampoco dio muestras de que se aburriese, aunque él no era de esos hombres que manifestasen sus sentimientos con exceso. Por eso, cuando mis hermanos y yo crecimos y nos fuimos a la universidad, a ellos les entró como una especie de pánico al vacío. No desde el punto filosófico, sino físico, por el hecho de que la casa, de repente, se les hizo demasiado grande. Y de golpe, decidieron rellenar ese hueco con un poco de alegría, pero a su manera, y sin que les supusiese mucho trabajo. Y ahí es cuando adoptaron a Laura y a Nick que, además de que no les ocasionaron gasto alguno, tampoco estos manifestaron queja o reproche alguno, aparte de que les proporcionaron muchos ratos de diversión.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Jan & Dean - Baby Talk (https://www.youtube.com/watch?v=TNTD_3IqWrk)