21 de enero de 2014




En mi larga vida como detective jamás me había enfrentado a un caso de aquel calibre que me supuso perder bastantes amistades y ganarme muchas enemistades. Hubo momentos en los que sentí una gran impotencia, a pesar de que conocía todos los antros de Buenos Aires y tenía soplones en cada rincón. Y ninguno de ellos conseguía darme una pista sólida, lo que me hizo dar infinidad de vueltas que siempre acaban llevándome al mismo Lugar. El lugar donde ocurrían los hechos. Lo sabía. Entré allí muchas veces. Pero sin conseguir resultados. Salvo su nombre. Malena. La seductora Malena, tan atractiva, tan astuta, con muchos recursos, demasiados, experta en el arte del fingimiento y en muchas cosas más. Malena, quien un día empezó a poner mala cara cada vez que me veía entrar. Se estaba poniendo nerviosa. Eso me favorecía, pensaba, porque, tarde o temprano, la llevaría a cometer un error. Sentí entonces que dominaba la situación. Ahora era cuestión de psicología. Y de tiempo. Entonces fui poco a poco aumentando la presión, con mucha sutileza. Creo que ahí fue cuando me enamoré. Pero traté de no dejarme influir por mis sentimientos. Era un asunto serio en el que llevaba años trabajando. Me mantuve firme. Estaba seguro de solucionarlo. Pero no fue así. El caso se quedó sin resolver. Ahora, después de tantos años, aquí, en la residencia, donde pronto terminarán mis días, pienso en cada uno de los detalles de la investigación, tratando de ver si hubo alguno que se me pasó por alto. Sigo sin encontrarlo, por mucho que lo intento. Pero siempre supe que aquel sitio era lugar del crimen. Lo sé, porque, a pesar de mi miopía, siempre vi piernas cortadas.

(Foto: cortesía de Cinthia Rajschmir)


· Fondo musical para acompañar la lectura: Aníbal Troilo - Malena (https://www.youtube.com/watch?v=emu1PYcNk1w)