28 de enero de 2014




Éramos cuatro hermanos que estuvimos siempre muy unidos. Íbamos juntos al colegio, hacíamos juntos los deberes, jugábamos juntos en la calle. Pero sobre todo lo que hacíamos juntos era cantar, a todas horas, las canciones del Peerless Quartet, de los que teníamos todos sus discos. Porque eran los favoritos de nuestros padres. Ellos, que poseían una modesta tienda de alimentación, se conmovían cada vez que cantábamos sus canciones. Cuatro voces angelicales, decía mi madre, mientras sujetaba su pañuelo empapado de lágrimas, emocionada, sobre todo cuando entonábamos “Nearer my God to thee”. Nuestro padre, que sabía algo de música, ya que tocaba el órgano en los oficios de los domingos, pensó que aquello era un regalo divino y que como tal, había que darlo a conocer al mundo. Así que, del día a la noche, casi sin enterarnos, nos vimos inmersos en una espiral de conciertos por los teatruchos de mala muerte del estado. Pero el éxito se nos resistió, a pesar de la perseverancia de mi padre, quien no pareció darse cuenta que la cantante infantil de moda en aquella época era Shirley Temple, como también de que el tiempo pasaba y que nosotros íbamos creciendo. Hasta que no tuvo más remedio que aceptar los hechos. Lo malo es que cesó en su empeño en la que sería nuestra última actuación, después de tantas haciendo el ridículo, porque ya nos salía la barba y nuestras voces habían cambiado.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Peerless Quartet - Nearer my good to thee (https://www.youtube.com/watch?v=v7QdNFmN1nE)