27 de septiembre de 2013



Mi madre nunca se desprendió de aquella casaca que siempre estaba a la vista de todo el mundo, al igual que yo jamás perdí esa mirada triste que siempre mostré en las escasas fotografías que me hicieron en la infancia. Ella sabía que no podía cambiar los acontecimientos, como tampoco los tíos, la abuela y los conocidos. Al fin y al cabo, pensaba, con los de nuestra clase no se relacionan los poderosos, aunque sus decisiones, muchas veces, quiebran nuestros sueños. Por eso, decía, las cosas no suelen salir como uno quiere. Supongo que era su manera de hacerme más dulce el día a día, y también, su forma de explicarme la escasez en la qué vivíamos. Yo era un niño y no comprendía nada de lo que nos sucedía, aunque me percataba de lo poco que había en casa. Pero la guerrera siempre estaba ahí, sin arrugas, impoluta. Con el tiempo me di cuenta de la firmeza de mi madre. Lo vi en su lecho de muerte, con esa casaca extendida a su lado, porque era su única manera de rebelarse contra el destino y tener a mi padre a su lado.

(Foto: cortesía de Alfred Dopar)


· Fondo musical para acompañar la lectura: Vivaldi - Stabat Mater; James Bowman (Contratenor) - The Academy of Ancient Music - Cristhopher Hogwood (https://www.youtube.com/watch?v=F6V0TIsLrks)