9 de septiembre de 2013



Mi abuelo era el modelo que siempre nos pusieron de ejemplo a mis hermanos y a mí por la sencilla razón de que fue un hombre que se hizo a sí mismo. Yo aún era muy niño cuando falleció de un infarto, pero su figura siguió mentándose en casa como ese espejo en el que debíamos mirarnos todos. La abuela decía que él y su mejor amigo de la infancia habían montado de la nada, y sin pasar por la universidad, un negocio de distribución de cerveza que llegó a convertirse en una empresa importante. Y que su secreto fue una combinación de seriedad, entrega y amor por el trabajo bien hecho, aún siendo él consciente, decía la abuela, del sacrificio que le supuso, ya que pasó muy poco tiempo con la familia a causa de sus interminables horarios y sus numerosos viajes. Y, aún así, la abuela siempre se sintió orgullosa, porque nunca faltó de nada en casa. Algo que trasmitió a mi padre, quien siguió sus pasos cuando heredó las riendas de la compañía. Yo, como se podrán imaginar, estaba predestinado a continuar con aquello, pero enseguida me di cuenta que lo único que me interesaba del mundo de la cerveza era beberla con mis amigos. Hasta que un día, tiempo después, descubrí el otro secreto de mi abuelo, el que en realidad le ocupaba tantas horas, escondido en un lugar que no viene al caso y que me convirtió, en cierta manera, en su cómplice, cuando decidí callarme por no herir aún más las sensibilidades, que ya en aquella época estaban a flor de piel.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Thelonious Monk - Don't blame me (http://www.youtube.com/watch?v=KshrtLXBdl8)