18 de diciembre de 2012



El niño que ven vestido de marinero soy yo. Y el señor que frunce el ceño y que me sostiene en su regazo es mi padre. No, no quiero que piensen cosas raras porque utilice estos términos. Mi padre no era mala persona. Tan sólo el director general de una importante compañía bursátil que estaba acostumbrado a hacer las cosas a lo grande. Es por ello que todo lo que se hacía en casa y que pasaba por sus manos, por muy íntimo y familiar que fuese, acababa convertido en algo desproporcionado y pomposo. Él decía que había que cuidar la imagen para causar buena impresión entre sus influyentes amistades que, normalmente, invitaba a un coctel en casa los días previos a las fiestas. Por ello, cada año se empeñaba en buscar el árbol más grande, para luego, de paso, hacernos la acostumbrada fotografía delante del mismo y en la que quedase patente nuestra dicha familiar, y mandarla después como felicitación navideña a sus omnipotentes contactos del mundo financiero. Era todavía muy pequeño para comprender esas cosas. Ni tan siquiera sabía lo que quería decir mi madre cuando le acusaba de tener demasiadas ínfulas. Pero de toda esa parafernalia lo que me fastidiaba era que siempre tuviésemos que aparecer en una esquina, pequeñitos, para que se viese bien la grandeza del dichoso árbol.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Yogi Yorgesson - Yingle Bells (https://www.youtube.com/watch?v=hEjui8NHKq4)