7 de marzo de 2014




No es que hubiera tenido una infancia infeliz, ni que mis padres no pudieran proporcionarme los caprichos que se me antojaban, porque la realidad era que nunca me faltó de nada. Aunque como no existe ningún mundo feliz, en parte porque nosotros mismos nos empeñamos en emponzoñarlo, hubo sin embargo algo que me provocó una inquietud que se convirtió durante años en una obsesión. Yo era una niña alegre y pizpireta quien, al traspasar el umbral de mi casa, se transformaba de manera inconsciente en un ser serio y temeroso. No, no era una niña precoz pero me daba cuenta de los cambios de mi estado. También era consciente cuando sucedía al revés, al salir de casa, que mi mesura se transformaba en regocijo. Aunque en ningún momento dudé se los sentimientos de mis padres hacia mi, a pesar de que no los demostrasen demasiado. Es por eso que aquel día, en el que coincidió en que la mar estaba agitada, les pedí que me llevasen hasta allí. Tenía la rara intuición de que ese paseo me podría aportar alguna pista. Pero no. Ahí estaban mis padres, imperturbables, rígidos, sin inmutarse de la fuerza con que las olas golpeaban contra las rocas, como también lo estuve yo. No sería hasta muchos años después cuando comprendí que ellos eran así. Una naturaleza rígida a la que se unió la educación victoriana que recibieron. Tampoco pasó nada, sólo que después vino mi alocada juventud, en los años veinte, donde pude resarcirme de todos esos prejuicios.

(Foto: cortesía de Daniel Martín Pérez)


· Fondo musical para acompañar la lectura: David Lie - I lie (https://www.youtube.com/watch?v=FO8DqDWBzLI)