12 de marzo de 2014




La banda atravesaba una difícil situación. Eran malos tiempos para la música y los clarinetistas como yo tampoco teníamos mucho que hacer con las nuevas figuras que emergían en aquel momento, porque no tenía ni el ritmo sincopado de Mezz Mezzrow ni el sentido de la armonía de Barney Bigard. Confieso también que mi talento era más bien escaso aunque en mi interior sintiese la llamada del jazz. Pero era algo que me equiparaba con los otros miembros de la orquesta a quienes tampoco las musas parecieron fijarse mucho en ellos. Las cosas eran así. Y aún así hicimos lo que buenamente pudimos pese a que hubo cosas que se nos fueron de las manos, porque el alcoholismo de nuestro líder, que era un buen saxofonista, alentó sus ya de por sí excéntricas ideas, llevándonos a actuar de la manera menos imaginable en los sitios más inesperados. Como esa vez en la que nos enredó para una actuación en el que, según sus palabras, era un lugar privilegiado con un público exigente. Recuerdo que en la formación se generó una creciente excitación que espoleó nuestra imaginación, ya que nos hizo soñar de manera inconsciente con una memorable actuación en el Village Vanguard de New York. Y en cierta manera así fue, como tampoco pudimos quejarnos, aunque fuese de aquella manera, pues hasta allí fue la flor y nata de la Gran Manzana a pesar de que tal evento era la fiesta de cumpleaños del hijo pequeño de un importante financiero de Wall Street.

(foto: cortesía de Marisa Ares)


· Fondo musical para acompañar la lectura: Barney Bigard - Nine o'clock beer (https://www.youtube.com/watch?v=0vgNlydWXbI)