21 de mayo de 2014




Llegué muy lejos con todo aquello, tanto, que me costó mi prometedora carrera como ingeniero después de haber obtenido un brillante expediente en el Massachussets Institute of Technology. Pero tenía que hacerlo. Poseía los conocimientos necesarios y me sentía preparado para seguir con la misión que me había encomendado mi padre, también ingeniero, por la que fue vilipendiado y menospreciado por el mundo académico, acabando postergado en un puesto como empleado municipal de limpieza, mancillado por sus colegas de profesión e ignorado por sus amigos. Yo sentía que era una obligación moral, un asunto que clamaba justicia y, si mi padre había sacrificado su vida para que sus hijos portasen con dignidad el apellido familiar, yo debía de tomar el testigo y hacer lo mismo para con los míos. Bien sabe Dios que lo peleé, que me entregué en alma y cuerpo. Y aún así, no sólo obtuve el rechazo de mis compañeros, sino también el desprecio de mis propios hijos quienes, mirando hacia el suelo, se negaron, por mucho que les rogué, a seguir con la tarea de reivindicar y preservar la figura y el legado de su abuelo, es decir, mi padre, el primer ingeniero en la familia, un gran humanista que centró todos sus esfuerzos e investigaciones en la mejora del bienestar y la calidad de vida de una sociedad que comenzaba en aquellos momentos a estar estigmatizada por el estrés. Un trabajo altruista que le elevó a la categoría de visionario cuando vio por primera vez las posibilidades que ofrecía su sistema científico en el campo de la nutrición. Un hombre avanzado en su tiempo cuyo ingenio e inventiva, por incomprensión o envidia, le condenaron al más injusto de los olvidos.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Tom Lehrer - Chemistry element song (1959)