4 de noviembre de 2016



Hubo un momento en que la situación llegó al límite de la locura. El bloqueo creativo que sufría me llevó a acumular frases sin sentido, párrafos sueltos que al final no iban a ningún lado, palabras en las que por unos instantes creí hallar una idea de partida pero que luego acababa desechando. Había ratos en que, sentado ante la máquina de escribir, mirando al techo con las manos puestas sobre la nuca y con la silla inclinada levemente hacia atrás, pensaba que quizá tampoco era importante porque el mundo seguiría girando y nadie se acordaría de mi acto supremo. Y entraba en una especie de duermevela en el que me dejaba llevar por mi imaginación, hasta que el celador golpeaba la puerta de mi habitación para traerme la cena. Y entonces, de vuelta a la realidad, me decía que sería imposible reproducir todo aquello que viví como acusado mientras observaba por mi ventana al fiscal, a los abogados y al juez como se divertían en el jardín del sanatorio mental donde nos recluyeron a todos. · Fondo musical para acompañar la lectura: Paul Whiteman - An orange grove in California