13 de mayo de 2014




He entregado parte de mi vida a una investigación que me llevó a recorrer media Europa. Una investigación compleja, llena de dificultades y obstáculos, que me generó situaciones extremas, como soportar la incomprensión de mis colegas de la universidad, a pesar de que era un proyecto avalado por la Facultad de Filología donde impartía clases de literatura alemana. Hubo veces que quise tirar la toalla, pero mi curiosidad, mi ansia de conocimiento, me podían. Y seguía, soportando las burlas de unos, y los insultos de otros. La envidia, pensaba. Hasta que se produjo el hallazgo, en una granja escondida en la Selva Negra. Ella estaba allí, la mismísima Blancanieves, envejecida, sonriente, con su varita mágica y un vestido algo sucio debido a sus quehaceres cotidianos. Me contó muchas cosas. Que no había tales enanos, sino tan solo tres cerditos, un conejo blanco, una oruga y un par de ardillas; que tampoco hubo brujas con manzanas rojas, tan sólo su suegra cuyo aspecto creó cierta confusión ya que era una mujer de mal carácter que siempre vestía de negro. Pero era la madre de Peter, el leñador con el que se fue a vivir sin pasar por la vicaria, lo que fue fuente de muchas habladurías, tras divorciarse de un estafador muy apuesto que se hacía pasar por un príncipe húngaro quien, además, era un hombre muy mujeriego. Hablamos mucho. Apunté con detalle todo lo que me contó. Antes de despedirnos, me dijo que lo de las perdices era una bobada. “Se está mejor con la gallinas”, puntualizó. Y luego me fui. Esta es la verdad, la pura verdad que escribo ahora sobre el papel higiénico de mi celda, en un aséptico sanatorio donde me han confinado, con la esperanza de que llegue a manos de alguien del exterior que pueda difundirlas y terminar de una vez por todas con tamaño engaño.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Bill Evans - Someday my prince will come (https://www.youtube.com/watch?v=5Wd--YgSCfA)