21 de marzo de 2014




Mi padre estuvo varios años recluido en la cárcel debido a su actividad anarquista, al ser uno de los instigadores de la huelga general que hubo en los muelles. A mi madre nunca le hizo gracia que se metiera en líos de ese tipo y menos aún que se dedicase a lanzar arengas ante mí presencia, cuando nos sentábamos a la mesa a cenar, porque, pensaba, podría influir en mí ya que era un niño impresionable. Pero yo disfrutaba escuchándole, viéndole gesticular y agitar las manos por la pasión que ponía en sus ideas. Pero más que todo eso, lo que me gustaba era la idea de ser revolucionario, de rebelarme y comenzar una lucha contra el anquilosado sistema preestablecido, como decía mi padre, y transformar las cosas. Es por eso que decidí cambiar el mundo. Para ello debía de empezar desde abajo, con una acción pequeña, con algo que afectase a mi propia vida. E ideé mi primera insurrección que, para darle más fuerza, la pergeñé desde la metáfora. No quería ir al colegio como si fuera un borrego. Era una persona y tenía el derecho a decidir. Al final sólo conseguí que el tío Emil hiciera una foto, porque le hizo mucha gracia mi ocurrencia, al igual que a la abuela y a mi madre. Vale, acepté mi fracaso, pero lo que más me molestó fue que tachasen mi acción de “ocurrencia”.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Joe Hill - There is power in a union (
https://www.youtube.com/watch?v=waY0R8Atw10)

20 de marzo de 2014




Veinte años de entrega sin faltar un solo día a mi puesto de trabajo ofreciendo un servicio impecable, sin fisuras, sin fallos, porque llegué a alcanzar tal grado de perfección que no había detalle, por muy pequeño que fuera, que me pasase desapercibido. Incluso los había que decían que mi porte y mis maneras eran dignos del mejor bailarín. Eran palabras halagadoras, las agradecía, y mucho. Pero también creo que eran un poco desproporcionadas, porque no buscaba el reconocimiento, sino ofrecer un servicio impecable. Es decir, convertir el viaje en una experiencia inolvidable para los pasajeros que elegían nuestra compañía. Puede que a alguno le parezca extraño, pero amaba mi trabajo. Aunque siempre fuese el mismo trayecto. Hasta que vino aquel fatídico día en que se hundió mi carrera profesional. Yo, que había sido elegido el revisor del año durante varios años consecutivos, a quien ponían como modelo a seguir para los nuevos empleados que entraban en la empresa, caí en desgracia del día a la noche, por una graciosa ocurrencia del maquinista. Cuando se enteró que me iba a casar decidió, junto con el encargado del vagón restaurante, sorprenderme con una inolvidable despedida de soltero, de esas que le dejan a uno marcado para toda la vida. Y lo consiguieron. Vaya si lo consiguieron. Porque el escándalo que se generó fue tal que no sólo hubo que parar el tren en medio de un valle, sino que llegó al conocimiento de los altos directivos, como también el fotomontaje que me hicieron mientras intentaba, con mi habitual cautela, solventar la situación.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Frank Sinatra - That's life (
https://www.youtube.com/watch?v=cqhYchnDNfA)

18 de marzo de 2014





Por primera vez se abría ante mí un nuevo mundo después de atravesar una larga etapa de oscuridad en mi vida que había comenzado en la infancia, cuando me convertí en el centro de todas las burlas de mis compañeros del colegio. La naturaleza había sido esquiva conmigo, incluso con mi estatura, lo que me generó motes de la más diversa índole y de una crueldad inusitada. Así es la maldad de los niños, quienes tampoco son conscientes de que la fealdad es una carga demasiado pesada para quien la sufre, porque los genes no se eligen. Una carga que se agravó al entrar en la adolescencia, cuando notaba que las chicas me miraban con repulsión al no poder evitarme, ya que tenía que pasar ante ellas para sentarme en mi pupitre, a pesar de mis esfuerzos por tratar de pasar desapercibido. Y no sólo porque fuese consciente de la incomodidad que causaba mi fisonomía sino porque además era muy tímido. En la universidad se repitió la misma cantinela. Hasta que un día, varios años después de licenciarme y gracias a la idea de un buen amigo mío, mi suerte cambió y conocí el placer, aunque con algún ligero inconveniente debido al calor que tenía que pasar. Pero acepté que en la vida nadie era perfecto.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Aldo Romano, Henri Texier & Louis Sclavis - Guy danse
(
1995)

12 de marzo de 2014




La banda atravesaba una difícil situación. Eran malos tiempos para la música y los clarinetistas como yo tampoco teníamos mucho que hacer con las nuevas figuras que emergían en aquel momento, porque no tenía ni el ritmo sincopado de Mezz Mezzrow ni el sentido de la armonía de Barney Bigard. Confieso también que mi talento era más bien escaso aunque en mi interior sintiese la llamada del jazz. Pero era algo que me equiparaba con los otros miembros de la orquesta a quienes tampoco las musas parecieron fijarse mucho en ellos. Las cosas eran así. Y aún así hicimos lo que buenamente pudimos pese a que hubo cosas que se nos fueron de las manos, porque el alcoholismo de nuestro líder, que era un buen saxofonista, alentó sus ya de por sí excéntricas ideas, llevándonos a actuar de la manera menos imaginable en los sitios más inesperados. Como esa vez en la que nos enredó para una actuación en el que, según sus palabras, era un lugar privilegiado con un público exigente. Recuerdo que en la formación se generó una creciente excitación que espoleó nuestra imaginación, ya que nos hizo soñar de manera inconsciente con una memorable actuación en el Village Vanguard de New York. Y en cierta manera así fue, como tampoco pudimos quejarnos, aunque fuese de aquella manera, pues hasta allí fue la flor y nata de la Gran Manzana a pesar de que tal evento era la fiesta de cumpleaños del hijo pequeño de un importante financiero de Wall Street.

(foto: cortesía de Marisa Ares)


· Fondo musical para acompañar la lectura: Barney Bigard - Nine o'clock beer (https://www.youtube.com/watch?v=0vgNlydWXbI)

11 de marzo de 2014




Por ser el mayor de la prole, me vi obligado desde que tuve uso de razón a acarrear con el peso de la familia hasta este mismo instante en que escribo estas líneas, en mi tranquilo retiro cerca de la naturaleza. Porque la excesiva sobreprotección que ejerció mi madre sobre mis hermanos no hizo más que crear unos seres endebles e inútiles con los que tuve que bregar toda mi vida, buscándoles actividades productivas que les permitiesen independizarse no sólo económicamente de mi, sino que me dejasen vivir de una vez por todas a mi aire. Porque yo fui el menos impresionable de todos ya que desde muy pequeño sentí las ansias de libertad. Pero por lo que fuese, mis planes siempre se desbarataron, incluso cuando aquel día se me ocurrió la que pensaba que era la idea más brillante que jamás había tenido. Recuerdo que después de muchos infructuosos intentos por enseñarles siquiera un oficio que no supusiese demasiadas complicaciones para ellos, pensé que, dada la comicidad resultante de su torpeza, lo mejor sería montar una compañía circense. Confieso, sin tratar de ser de vanidoso, que ideé unos números muy originales, aunque pronto me di cuenta que ninguno tenía madera de artista, además de descubrir que sentían vértigo con las alturas pese a mis denodados esfuerzos por sujetarles la proa de la barca para que no perdiesen el equilibrio. Y para colmo, la espalda de Charles acabó por resentirse, limitando así nuestro campo de acción. Supongo que ese era mí sino, cargar con unos inútiles. Pero eran mis hermanos. Ahora, después de tantos años, he comenzado a conocer el descanso, aunque por las cosas de mi avanzada edad no esté para muchos trotes. Como mis hermanos, quienes tampoco pueden moverse mucho, ni siquiera para ir más allá de los muros de la residencia donde vivimos todos juntos.

(foto: cortesía de Lola Herrero)


· Fondo musical para acompañar la lectura: The Boswell Sisters - Heebies Jeebies (https://www.youtube.com/watch?v=mWwLfTjyD_A)

7 de marzo de 2014




No es que hubiera tenido una infancia infeliz, ni que mis padres no pudieran proporcionarme los caprichos que se me antojaban, porque la realidad era que nunca me faltó de nada. Aunque como no existe ningún mundo feliz, en parte porque nosotros mismos nos empeñamos en emponzoñarlo, hubo sin embargo algo que me provocó una inquietud que se convirtió durante años en una obsesión. Yo era una niña alegre y pizpireta quien, al traspasar el umbral de mi casa, se transformaba de manera inconsciente en un ser serio y temeroso. No, no era una niña precoz pero me daba cuenta de los cambios de mi estado. También era consciente cuando sucedía al revés, al salir de casa, que mi mesura se transformaba en regocijo. Aunque en ningún momento dudé se los sentimientos de mis padres hacia mi, a pesar de que no los demostrasen demasiado. Es por eso que aquel día, en el que coincidió en que la mar estaba agitada, les pedí que me llevasen hasta allí. Tenía la rara intuición de que ese paseo me podría aportar alguna pista. Pero no. Ahí estaban mis padres, imperturbables, rígidos, sin inmutarse de la fuerza con que las olas golpeaban contra las rocas, como también lo estuve yo. No sería hasta muchos años después cuando comprendí que ellos eran así. Una naturaleza rígida a la que se unió la educación victoriana que recibieron. Tampoco pasó nada, sólo que después vino mi alocada juventud, en los años veinte, donde pude resarcirme de todos esos prejuicios.

(Foto: cortesía de Daniel Martín Pérez)


· Fondo musical para acompañar la lectura: David Lie - I lie (https://www.youtube.com/watch?v=FO8DqDWBzLI)

6 de marzo de 2014




Muchas veces oigo esa absurda expresión de que uno tiene envidia sana. Falso, por que no puede ser sano el hecho de sentir celos o rabia de lo que tiene otro. Y era consciente de ello, pero no lo podía evitar, tenía envidia de mi amigo Norbert, lo digo así, porque era un tipo apuesto, atrevido y elocuente, y porque tenía mucho éxito con las chicas. A los demás les pasaba lo mismo. Pero en aquel entonces éramos jóvenes y solteros, y conservábamos ese ímpetu por comernos el mundo. Pero no en el terreno profesional, que a mi me resultaba más bien aburrido, como a los demás, sino en el de la noche, los fines de semana, donde dábamos rienda suelta a nuestra fogosidad, aunque todas las miradas femeninas se fijasen en Norbert. Le envidiábamos. Mucho. A veces incluso con odio. Sobre todo yo, que no poseía un físico demasiado atrayente, que todavía tenía las marcas juveniles del acné en mi rostro y que, para colmo, aunque me entregaba al jolgorio con entusiasmo, tampoco tenía el magnetismo y la agilidad de palabra que poseía Norbert, a pesar de que hice todo lo posible por superar mis limitaciones con los métodos más sofisticados que había en aquella época.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Burl Ives - The wild side of life (https://www.youtube.com/watch?v=K4zdne2kzGc)

4 de marzo de 2014




Todo aquello no lo pudimos prever porque no nos habíamos enterado que el asunto se había expandido como la pólvora llegando, incluso, a oídos de las altas instancias académicas. Fue al día siguiente cuando nos dimos cuenta al ver que todos nos miraban conteniéndose la risa. Tan sólo éramos cuatro chicos ingenuos de buena familia que habían recibido una educación rígida y autoritaria y que, al conocerse en la universidad, se dieron cuenta que les unía el mismo deseo por experimentar nuevas sensaciones. Tampoco creímos que hubiésemos hecho algo tan grave como para provocar todo ese absurdo revuelo, porque eso era algo que hacía casi todo el mundo. Pero las habladurías tergiversaron tanto las cosas que tuvimos que presentarnos en el despacho del rector. Allí, junto a él, el jefe de estudios y los coordinadores académicos, hieráticos, con el semblante desencajado. Wildstone era una de las universidades más prestigiosas del país y no podía consentir ese tipo de comportamientos. Que cuatro de sus alumnos más brillantes fuesen por ahí, enloquecidos, dando saltos como monos. Y lo que era aún peor, que la horrenda fotografía de aquella payasada estuviese circulando más allá del recinto del campus comprometiendo la sacrosanta imagen de la institución. Al terminar el vendaval de acusaciones al que nos sometieron esos agrios vejestorios suspiramos profundamente, porque al final conseguimos que no supiesen la verdad, que todo aquel regocijo tuvo lugar al acabar la fiesta que organizó unas de las hermandades, con las chicas más atractivas del campus y la música del demonio, como la llamaban en nuestras casas, sonado a todo volumen. Los cuatro, por primera vez, rompimos los atávicos prejuicios familiares. Tan sólo bebimos hasta el amanecer.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Edsels - Rama Lama ding dong (https://www.youtube.com/watch?v=TSZoKrNpjMQ)