Jacques Bergeron era un amigo de mi padre que
un día descubrió que podía inclinar su cuerpo sin perder el equilibrio.
Conmovido por tal habilidad, comenzó a practicar en sus ratos libres.
Cuando dominó la técnica, su cuerpo le pidió nuevos retos. Primero fue
sobre una silla, después en una mesa, luego en lo alto de una escalinata
y, días más tarde, en la loma de una duna, momento que recoge la
fotografía. A los pocos segundos de ser tomada, le entró un ataque de
vértigo. Jacques nunca volvió a ser el mismo.