13 de noviembre de 2014
Me vi abocado a la más absoluta indiferencia de aquel aburrido oficial de guardia quien, por mucho que juré y perjuré sobre mi inocencia, apenas levantó sus ojos de la ficha que rellenaba con mis datos. Al igual que los otros policías que me custodiaban, que tampoco mostraron un ápice de cortesía sin ni siquiera tener la más mínima consideración. Gente sin alma, como diría mi tío Hippolyte. Pero ante esos tipos tan hoscos, en medio de esa absurda situación, noté que había algo extraño en aquella aséptica estancia. Entonces surgió en mi cabeza un pensamiento que desde hacía mucho tiempo venía carcomiéndome por dentro. Y a pesar de que Françoise me solía decir que tan solo eran imaginaciones mías por mi tendencia a exagerar las cosas, comencé a sentir miedo, a tener la sensación de que el tiempo pasaba cada vez más despacio. Tuve una extraña intuición. Me puse nervioso. Y pensé: "me la tiene jurada". Y al mismo tiempo trataba de luchar contra mí mismo para mantener la calma. Pero cuando me sacaron de la comisaría, antes de que me metieran en el furgón, durante el inútil forcejeo por desprenderme de mis ángeles custodios, fue cuando vi al inspector Bouchard asomado por la ventana de su despacho, mirándome fijamente y esbozando una siniestra sonrisa de satisfacción, el muy cínico, porque me llevaban bien sujeto. Entonces lo supe. No eran alucinaciones mías. Mis sentidos no me engañaban, porque siempre tuve el presentimiento de que yo nunca le gusté. Decía que, aunque nos pusiésemos traje y corbata, los artistas éramos unos holgazanes que vivían del cuento, algo que no se merecía su idolatrada hija Françoise para quien deseaba un hombre recto con futuro, buena posición y vida normal como Dios manda.
· Fondo musical para acompañar la lectura: Django Reinhardt & Stéphane Grappelli - J'attendrai (1938)