Ivan Petrovich Mikhailov, el que fuera mi maestro en la escuela de
primaria, le llamaba el David Crockett de Siberia. Y en cierta manera
era así, pues conocía como la palma de su mano todos los bosques y los
rincones que rodeaban la pequeña localidad donde vivíamos, a faldas de
los Urales. No era un hombre culto sino más bien casi un analfabeto,
aunque sabía leer cualquier indicio,
señal, rastro, huella o lo que fuese que le mostrase la naturaleza
salvaje, porque su oficio era trampero, como lo fue su padre y lo fue su
abuelo. Todos los días se levantaba antes de que saliese el sol y
regresaba al caer la noche, casi siempre con alguna pieza capturada.
Después, tras la cena, se sentaba a fumar su pipa y a beber su trago de
vodka, en silencio, ante la chimenea. Un ritual que mantuvo
religiosamente hasta el final de sus días. Era un hombre menudo, serio,
con escaso sentido del humor, sin apenas vida social, casi un ermitaño, y
nada dado a mostrar sus sentimientos hacia los suyos, a pesar de que
siempre nos quiso, aunque lo demostrase a su manera. Y nosotros, su
familia, acabamos acostumbrándonos. Él era así, pero sobre todo era mi
padre.
(19 marzo 2013, día del padre)
(19 marzo 2013, día del padre)
· Fondo musical para acompañar la lectura: Olga Kamienska - Ugolok (https://www.youtube.com/watch?v=T6g-QcRO-c4)