10 de mayo de 2013



Lo más probable es que no les interese mi historia. Al fin y al cabo, tampoco tiene mucha relevancia. Pero si se aburren, pueden dejar de leerla. Soy viejo y, a estas alturas de mi vida, no me voy a ofender. Lo único especial que me sucedió es que quise ser músico. Mi vocación inicial fue el piano y, después de recibir durante un tiempo clases, descubrí que misdedos no eran lo suficientemente rápidos. Eso, al menos, fue lo que dijo mi profesor. Luego probé el saxo, la trompeta, el trombón y varios instrumentos más. Fueron años de intensa búsqueda, y de sufrimiento también, ya que había en mí una sensación extraña, como una lucha interna entre mi ardiente deseo de convertirme en músico frente a una fuerza invisible que impedía que mi chispa saliese a la luz. Alguien me dijo una vez que a eso se le llamaba talento, pero yo no hice mucho caso. Al fin y al cabo, la música era mi pasión. Sea como fuere, yo seguí en mi empeño, aunque tuve que compaginarlo con trabajos de diversa índole. Había que vivir. Hasta que un día tuve mi revelación cuando hallé el instrumento que encajaba en mí como la horma de un zapato. Y me entregué de lleno a él, a su estudio, durante mis horas libres. He de decir, modestia aparte, que me convertí en un virtuoso. E inicié mi carrera como solista. Conseguí formar parte de una banda, durante muchos años, y con la que alcanzamos un cierto renombre, aunque nuestros escenarios se redujeron a salas de fiestas en localidades pequeñas. Pero a mí no me importaba. Yo fui feliz, sobre todo aquel día en que nos escuchó un crítico musical de una prestigiosa revista que llegó a afirmar que era el mejor intérprete del bombo que jamás había oído en su vida. Y eso que ese día estuve muy contenido.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Adalbert Lutter mit seinem orchester- San Fernando (tango), 1936 (http://www.youtube.com/watch?v=wHQLcPOufXg)